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Situación insostenible

Vente a la ciudad. Todo es mejor en la ciudad…


Si es que, ya lo decía mi madre, no hagas caso de todo lo que te dicen.


Es cierto, las ciudades estaban muy bien hace trescientos, doscientos años. Si me apuras, incluso hace cien años. Pero de un tiempo a esta parte las cosas han ido cuesta abajo de mala manera. Contaminación, ruido constante, cámaras por todas partes por no hablar de esos condenados sensores electrónicos. Es como si los hubiesen programado especialmente para fastidiar a todos aquellos que no tenemos alma. Y, por si fuera poco, ahora esto. La guinda del pastel.


Nunca tendría que haber venido...


Hay que reconocer que no todo era malo. El metro, por ejemplo, la mejor idea que nadie haya tenido jamás: kilómetros y kilómetros de túneles retorciéndose por las oscuras entrañas de la tierra; tubos metálicos embutidos con personas aborregadas, demasiado cansadas, demasiado adormecidas y ensimismadas para prestar atención a a lo que ocurre a su alrededor. Son – o más bien eran – el lugar ideal para un snack de camino al trabajo. “Comida rápida”, solía llamarlo Margarite.


Margarite y yo llegamos juntas a la ciudad cuando esta era apenas un desordenado montón de casas de piedra y la gente era tan supersticiosa que no se atrevía a salir de casa por las noches. Juntas vivimos como crecía su población y las calles extendían sus tentáculos sobre los campos y pueblos, absorbiéndolos poco a poco y a la vez increíblemente rápido. De la mañana a la noche las calles estaban asfaltadas, edificios de cristal cerniéndose como gigantes sobre las aceras, automóviles sustituyeron los caballos y la noche se iluminó con cientos de miles de luces que ocultaban el brillo de la luna y las estrellas que durante siglos habían iluminado nuestras vidas.


Actividad constante, 24/7, fiestas y risas y champagne, luces y ruido ensordecedor. Las ciudades se convirtieron en el paraíso en la tierra.


O, al menos, en un interminable y delicioso bufé libre. El ruido y los sensores y los millones de ojos constantemente vigilando, minucias frente a los beneficios y el anonimato.


Sé que todo lo bueno se acaba tarde o temprano, pero eso no quiere decir que no joda cuando lo hace, especialmente cuando es un final tan repentino.


Un día estás disfrutando de un buen cuello treintañero y al siguiente te encierran en casa.


Cuarentena. Distancia social. Confinamiento. Mascarillas. ¿En serio? ¿Cómo voy a cazar con una mascarilla empañándome las gafas? Así no veo ni a dónde voy, muchísimo menos dónde tiene la gente las carótidas.


Por si fuera poco, ayer me llegó un mensaje del dueño de la discoteca en la que llevo trabajando siete años, diciendo que va a cerrar para siempre, que no puede afrontar los gastos. Yo comía ahí, y ganaba lo suficiente para pagar las facturas. Necesito el trabajo y no es que con mis horarios pueda encontrar otra cosa fácilmente. Hace unos meses no habría habido ningún problema: me habría comido al dueño y tardado nada en encontrar otro trabajo. Pero han cerrado bares y discotecas. Han impuesto un toque de queda, ¡por todos los demonios!


Tendría que haber hecho caso a mi madre, no tendría que haber venido a esta ciudad...


¡Un maldito toque de queda! A las diez de la noche. Eso me deja con un total de cuatro horas al día para encontrar algo que llevarme a la boca, una tarea que en otro tiempo habría sido tan sencilla como subirse al metro en hora punta. Pero ¿ahora? Ahora la gente está atenta a todo, te miran mal si no llevas mascarilla, se apartan de un salto si te acercas, se saludan tocándose los codos. ¡Los codos!


Que, sí, está muy bien. Es importante detener el virus que me está arruinando la vida. Pero por otro…. ¿cómo pretenden que una viva en estas condiciones?


Metros vacíos, asientos libres entre personas, calles desiertas. Durante el primer confinamiento intenté alimentarme de paseadores de perros. El mejor amigo del hombre, ¡ja! pero esos bichos endemoniados te muerden y arañan como locos si se te ocurre hincarles el diente a sus dueños. En esta ciudad hay una clara falta de paseadores de chihuahuas.


El otro día María Asunción del Refugio y Godofredo me escribieron de nuevo ofreciéndome ir a vivir con ellos hasta que pase el virus. Viven en una coqueta granja y crían ovejas. Hace unos años me habría cortado una mano antes que plantearme seriamente volver al campo.


En los ochenta, a causa de las cazas de brujas, muchos desarrollaron objeciones morales a beber sangre humana, y María Asunción del Refugio y Godofredo fueron dos de ellos. Creen que bebiendo solo animales los humanos nos tratarán mejor. Es un estilo de vida muy loable, y lo que tú quieras. Personalmente tengo dos objeciones: donde esté un buen humano que se quiten los conejos y, soy intolerante a la sangre de herbívoro.


Nunca debería haber venido. Si me hubiese quedado en el campo y no hubiese descubierto las maravillas de la ciudad, no habría problema, podría unirme a la comunidad animalista de mis amigos. Pero este es mi hogar, estas calles y estas luces me hacen feliz, no quiero marcharme, pero... estamos llegando a un punto en el que la situación es prácticamente insostenible.

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