El primer recuerdo de Punch Pini es de la luz en el taller de su padre: el cielo azul a través de los grandes ventanales, el sol centelleando sobre el intenso azul del océano y el agradable chasquido y pitido de máquinas como un abrazo protector. El taller es una sala amplia, de techos altos y suelos de madera cubiertos de manchas de aceite y ceniza. Las paredes están forradas de estanterías combadas bajo el peso de cajas de plástico opaco, libros de páginas amarillentas, pequeños engranajes y delicadas herramientas. La mesa principal se apoya pesadamente contra los ventanales. Punch pasó su infancia sentada en este taburete junto a la silla de su padre, contemplando el movimiento de sus manos, la precisión cirujana de sus dedos, estudiando el trayecto del sol sobre la costa toscana.
En ese taburete, había aprendido a arreglar relojes de cuco, a hacer fracciones y a programar. Había hecho sus deberes, escrito sus redacciones y leído cuanto su padre ponía en sus manos. De toda la casa en lo alto de la colina, ésta era su sala preferida.
- Punch, cielo, te he hecho una pregunta- dice Giuseppe Pini levantando los ojos oscuros de la tableta.
Durante su infancia, los ojos de su padre habían sido el lugar más seguro del planeta. No importaba que la gente de la aldea pensara que era un viejo loco, no había persona en el mundo en quien ella confiase más. Ahora, inmóvil en este taburete tan familiar, con el sol arrancando destellos al reflejo del espejo, esa confianza yace a sus pies, rota en mil pedazos.
El rostro que le devuelve la mirada es incomprensible, irreconocible. Tiene ganas de llorar, pero no puede hacerlo, baja la vista. Sus manos yacen inertes sobre su falda. Los dedos largos, como flores rotas, inmóviles sobre tejanos desvaídos, el anillo dorado hace que algo en su pecho se retuerza dolorosamente.
Esta colina, con la pequeña aldea de pescadores a la sombra de la vieja casa fue todo cuanto Punch conoció durante dieciocho años. Las únicas personas a las que conoció fue el medio centenar de ancianos que habitaban el pueblo. Todos los jóvenes se habían marchado mucho antes de que ella naciera. Así que se se crió sola, corriendo por los hermosos bosques, ayudando a los pescadores con sus redes, recogiendo conchas en la playa, recorriendo los pasillos vacíos de la casa sobre la colina. Ayudando a su padre en el taller.
“Quiero estudiar en Florencia.”
Aquellas primeras palabras de rebeldía resuenan aún claras en su memoria. Punch ha pasado los últimos diez años pensando en ellas cada vez que aparecía un obstáculo en su camino, cada vez que creía que no conseguiría salir adelante, cada vez que añoraba los ojos oscuros de su padre y el olor a aceite del taller.
Estaba de pie cuando las dijo, los puños apretados, los hombros tensos y una lista de argumentos perfectamente preparada en la punta de su lengua. Sentado en su sitio ante los ventanales, Giuseppe Pini se había vuelto hacia ella, imponente como un dios griego, y había contestado: “no estás preparada para enfrentarte a la ciudad.”
Discutieron durante horas, los gritos resonando por los pasillos de la gran casa vacía, haciendo repiquetear las piezas metálicas en los estantes del taller. Tres noches después de aquella discusión, Punch se escapó de casa. Robó una pequeña suma de dinero y recorrió a pie los doscientos kilómetros que la separaban de la ciudad.
- Punch, - la voz impaciente de su padre la arranca de sus recuerdos. Sobre su falda, sus dedos parecen crisparse, como queriendo jugar con el anillo, pero no es más que un espejismo. Permanecen inmóviles.
- Quería… - le faltan las palabras. ¿Qué? ¿Había imaginado, que volvería después de diez años y su padre se alegraría de verla? ¿Qué acogería a su prometido con brazos abiertos? ¿Cómo había podido creer que esto era una buena idea? – Quería que me llevases al altar.
Punch se crió con libros de ciencias y novelas de aventuras, con historias de pasiones universales y amores incandescentes. Durante las noches, sola en su habitación, había soñado con un mundo lleno de amigos y amantes, había imaginado cenas de Navidad con una enorme familia, con compañeros de trabajo y amigos que eran casi hermanos.
Había encontrado algo así en Florencia: un grupo de amigas que la aceptaban y querían a pesar de sus rarezas, un hombre que había querido pasar el resto de su vida con ella, que le había dado el coraje para subirse al coche y volver a la casa de la que había huido hacía tantos años. Durante años, Punch construyó la vida con la que siempre había soñado, había querido compartirla con su padre, con el hombre que la había visto crecer y que debería haber estado orgulloso de sus logros.
"Seguro que se muere de ganas de volver a verte," había dicho su prometido apenas unas horas antes. Cuando Punch había estado segura de que le faltaría el valor, él había entrelazado sus dedos con los de ella y había subido las escaleras de piedra con ella. El hoyuelo de su sonrisa la había convencido de que podía enfrentarse a cualquier cosa.
Giuseppe se pinza el puente de la nariz con un suspiro.
- Eres una chica lista, sin duda entiendes que eso era imposible.
Durante toda su infancia, siempre había podido contarle cualquier cosa a su padre. Era alguien que nunca la miraría con extrañeza cuando se le queda paralizada la mandíbula, o el brazo se le doblaba en la dirección equivocada. Punch había perdido la cuenta de las horas que había pasado sentada en esta taburete, explicándole detalladamente cada uno de sus sentimientos, cada extraño pensamiento. Curioso como todo eso puede desaparecer de un plumazo. Como con unas pocas palabras, su padre ha conseguido arrebatárselo todo.
“Papá, te presento a mi prometido, Icaro Falco.”
“Un placer, señor Pini. Punch habla mucho de usted.”
Punch nunca se había dado cuenta de lo lúgubre que era el recibidor de la casa, ni lo alto que era su padre. Por primera vez se había sentido pequeña e insignificante, la mano fría de Icaro en la suya, lo único que la mantenía firme. “…Queríamos invitarte a la boda.”
Giuseppe los había observado durante largo rato, los ojos centelleando con emoción apenas contenida, la boca una línea ilegible. Finalmente, se había girado hacia Icaro, la curiosidad restallando en su voz: “¿De verdad te casarías con ella?”
“Claro que sí,” había contestado su prometido con ferocidad. “La amo y ella me quiere a mí. Queremos formar una familia.”
Punch nunca olvidará las estridentes carcajadas de su padre.
- Si no hubieses dicho nada, no tendría por qué haberse enterado.
Giuseppe teclea en su tableta durante un momento y Punch desea poder arrancársela de las manos. Quiere levantarse y gritar y tirarse de los pelos y llorar, pero su cuerpo permanece inmóvil.
- No tendría que haber vuelto.
- Habría sido muy cruel dejar que se casara contigo. Pobre muchacho. Es mucho mejor así. – la sonrisa en los labios de su padre es cegadora. – Deberías alégrate, cielo. Nunca imaginé que pudieses llegar tan lejos. Imagínate lo que dirá la comunidad científica cuando publique los resultados. ¡Y decían que estaba loco!
“Yo no le veo la gracia, señor Pini,” había dicho Icaro, cruzando los brazos ante el pecho, sus ojos, azules como el cielo que se ve a través de las ventanas del taller, ardiendo indignados.
“¡Claro que no lo ves, porque ha pasado el test!” la euforia de Giuseppe parecía llenar la casa, empapándolo todo. Hubo un tiempo en el que Punch habría hecho cualquier cosa con tal de conseguir esa reacción. Ahora, solo sentía pavor. “¡Fabuloso!”
“¿De qué está hablando? ¿Qué test?”
- ¿Y qué hay de mí? ¿De lo que yo quiero?
- Lo que tú quieras es indiferente, Punch, porque no es real.
Las manos sobre su falda continúan inmóviles, inútiles como las manos de una muñeca de porcelana.
- Para mí sí lo es.
Giuseppe suspira, gira la tableta para que Punch pueda ver los gráficos, las secuencias y tablas.
- ¿Ves esto de aquí? - Giuseppe señala una barra roja en el centro de la tableta. – Esto es lo que hace que creas que sientes algo por ese muchacho. Puedo apagarlo en cualquier momento y esos sentimientos desaparecerán, ¿entiendes? No es real, es solo un programa. - se ríe para sí mismo.- Es un programa genial, pero nada más que eso. ceros y unos.
Punch estudia los gráficos, los botones activos están en verde y los que han sido desactivados son de color rojo. "Capacidad motora", está desactivado, por eso no puede cerrar los puños o jugar con el anillo. "Modulación de la voz" está desactivado, por eso no puede chillar. “Glándulas oculares” está desactivado, por eso no puede llorar.
Punch aparta la vista de la tableta. Si cierra los ojos, aun puede ver la confusión y el horror en el rostro de Icaro al darse cuenta de que había sido engañado.
“La cosa a la que llamas 'Punch' no es más que una máquina, un robot que yo he construido, una inteligencia artificial diseñada por mí para simular el comportamiento de un ser humano y que ha conseguido engañarte durante ¿Cuánto tiempo? ¿meses? ¿años? ¡Oh! ¡Tengo tantas preguntas!”
“¿Se ha vuelto loco?”
“¿No me crees?" exclamó Giuseppe, demasiado entusiasmado por su propio genio como para ver el horror en el rostro de su hija. O, tal vez, lo había visto y no le había importado destruir todo cuanto Punch había construido, porque, al fin y al cabo, ella no era real. "¡Mira, te lo demostraré!" Fuera como fuere, su sonrisa había sido cegadora al pronunciar las palabras que destruirían la vida de Punch vida para siempre.
"No, papá, ¡por favor!"
"PULCINELLA 018/81, análisis de sistema.”